La gente va con demasiada prisa a todos los sitios. La mayoría de la gente se queja del ritmo de vida que lleva, pero es ella misma la culpable de sus prisas, porque es la propia gente la que se impone a sí misma un ritmo que no le deja tiempo para la reflexión. Así, la gente se ahorra plantearse cosas y responder a interrogantes. Todo corre prisa, todo es para ayer. Y ni siquiera nos damos cuenta de que, corriendo más, casi nunca se llega antes. De que haciéndolo todo rápidamente, es muy probable que lo hagamos todo mal.
Tan frenética vida llevamos, que hay núcleos -sobre todo urbanos- que preconizan el hacer las cosas con intencionada calma. Ya hay ciudades y pueblos, incluso en España, que se han apuntado al movimiento "slow". No basta ya con dejar el trabajo, la ciudad y marcharse a cualquier zona rural a restaurar una casa que se cae a cachos, a cuidar unas cabras y a plantar un huerto; que dicho sea de paso, hay que tener valor. Ahora la cosa consiste en importar tranquilidad a las ciudades.
El movimiento "slow" consiste en tomarse las cosas con calma. Si te vas a fumar un cigarro, en vez de fumártelo como un autómata, haciendo otras tres cosas a la vez (en cuyo caso no te enterarás ni de que te lo has fumado y necesitarás otro a los cinco minutos), te lo tomas con calma: buscas una cafetería agradable, te sientas en la terraza, pides un café, y cómodamente sentado, sin prisas, sacas tu cigarrillo, remueves el tabaco por dentro del papel con los dedos, coges tu mechero, lo enciendes, y te lo fumas despacito, aspirando lentas bocanadas y expulsando el humo como si fuera el último cigarro de tu vida. Te tomas tu café, y cuando acabas tu cigarro, lo apagas en el cenicero y disfrutas esos cinco minutos de subida de la nicotina al cerebro. Y luego pagas, y te vas. Sin prisas. A la Salgado, cuando era ministra de sanidad, le habría dado un ataque con sólo imaginarse la escena de la bocanada. Ahora, como ministra de economía, seguro que llegaría al éxtasis pensando en la recaudación dejada por los impuestos especiales...
Todo slowly. Si vas a leer el periódico, buscas una sombra agradable en un parque, dejas los zapatos a un lado, apagas el móvil y te olvidas del mundo durante digamos... una hora. Y lees el periódico. Sin más.Parece una chorrada, una moda más, pero no lo es. El estrés que sufrimos en nuestra ajetreada vida diaria es directamente proporcional al grado de infelicidad que se adivina en la gente. Hasta los niños van por el mundo acelerados, y eso sí que debería representar toda una señal de alarma. Entre el colegio y las actividades extraescolares, muchos niños no tienen tiempo ni de aburrirse. Y aburrirse tampoco tiene por qué ser aburrido. De hecho, es todo un lujo disponer de tiempo para no hacer absolutamente nada. Y si es aburriéndose, mejor.
Pues bien, al hilo de todo esto, leía hace poco tiempo lo que pasó con Joshua Bell. Joshua Bell es un violinista americano de 42 años. Para los aficionados a la música clásica, Joshua Bell es en la actualidad el mejor violinista del mundo. Un fulano que consigue arrancar a su violín sonidos que paralizan auditorios enteros. Porque no sólo toca, también actúa. Transmite de todo. Es un puto crack del violín. Viéndole, aunque vaya en vaqueros, parece que nos trasladáramos a la época de Mozart, con sus palacios y sus pelucas empolvadas.
Pues bien, el tal Bell, que aparte de un excelente músico es un consumado estratega, relaciones públicas e inversor en sí mismo (en determinados ámbitos profesionales, para llegar lejos, ya no basta con ser muy bueno, además hay que saber venderse, y si hay que joder al de al lado, se le jode), en un "experimento" organizado por The Washington Post, se puso con su violín, y una pinta de músico en paro que tiraba para atrás, en una boca de metro de Washington D.C. Estuvo tocando durante cuarenta y cinco minutos su Stradivarius, valorado en tres millones de euros, ante la más absoluta indiferencia de la gente, que pasaba a toda pastilla delante de él pensando en el tren que estaba a punto de perder, en el recibo de la hipoteca, en la reunión del trabajo, en las revistas porno que le encontró al niño bajo la cama... Ni siquiera la inmensa belleza de las notas que salían de ese violín fue capaz de parar un sólo instante la vorágine matutina.
Las cámaras de seguridad de la estación de metro grabaron el concierto improvisado. De las aproximadamente dos mil personas que pasaron delante de él en esos tres cuartos de hora, apenas unas diez se detuvieron, y solamente una chica le reconoció después de mirarle, incrédula, durante un buen rato.
Las prisas no son buenas consejeras, está claro. Así que yo me apunto al movimiento slow. Prisas, las justas. Mañana se lo contaré a mi jefe, seguro que también él se apunta.