Lo sé. Les tengo abandonados. Mis queridos lectores, y sobre todo mis queridas (quiero decir, mis queridas lectoras) sabrán disculparme y entender que un Mundial es cada cuatro años... Precisamente porque es sólo cada cuatro años, no es para perdérselo, máxime cuando todos dependemos de los caprichos sinuosos de la parca, entretenida en hilar, en devanar y por fin en cortar sin miramientos aquí o allá para llevarnos al jardín de las delicias, o sea que teniendo en cuenta que sólo el cielo sabrá donde estaremos dentro de cuatro años, la cosa no es para hacer tonterías. Es lo que le digo a toda mujer que me interroga inquisitorialmente, con mirada de género y sin ánimo alguno de entender por qué somos capaces de ver un Mundial del tirón, partido tras partido, resumen tras resumen, gol tras gol, repetición tras repetición: ¿no lo entiendes? mañana puedo estar muerto.
Pero esto del Mundial no consiste solamente en tragarse un partido detrás de otro, no crean. No es sólo ver a veintidos millonarios darle patadas a un balón. No. No consiste únicamente en asistir al penoso espectáculo en el que un ex-seleccionador, olvidado ya por todos y herido en su orgullo de viejo labrador, agrede verbalmente al nuevo seleccionador reclamando su cuota de atención ahora perdida, diciéndole que no tiene ni repajolera idea de llevar un equipo. Tampoco consiste en hacer cábalas con el gol average, con los partes de bajas (he dicho de bajas, no de pajas) emitidos por los médicos de los distintos combinados nacionales, con los errores arbitrales...
Un Mundial es mucho más. Un Mundial es un foco de energía tan potente que es capaz de mover países enteros. Es el tamiz por el que se filtran las ilusiones de millones de personas golpeadas por la política, por el engaño, por el desengaño, por el paro, por la crisis, por los amigos que te dejan en la estacada, por las suegras que gustosamente estrangularíamos. Es un acontecimiento del que no nos privará ni siquiera el detestable zumbido de las vuvufelas sudafricanas.
Un Mundial es, sobre todo, un ejercicio de asimilación de fenómenos sociológicos inexplicables. ¿O es que alguien puede explicarme cómo es posible que esa dócil ama de casa de la ventana de enfrente termine con la cara pintada de rojigualda, los ojos desorbitados y gritándole hijo de puta al árbitro delante de los niños? ¿O cómo puede ser que mi propio médico de cabecera, ahora de familia, ese ser tan gris, tan impersonal, tan adusto y frío, termine -sin psicotrópicos de por medio- envuelto en una bandera enarbolando una San Miguel my friend y gritando en el bar hasta perder todo sentido del ridículo y de la decencia?
¿Cómo puede ser que yo, un ente biónico mitad carne de cañón mitad acero toledano, pierda aceite delante de la pantalla? Porque los androides cuando nos emocionamos, perdemos aceite. Ustedes lloran, nosotros perdemos aceite. La cosa es así de simple.
Decía que un Mundial es un ejercicio de asimilación de fenómenos sociológicos inexplicables, y es cierto. Que alguien me explique cómo ha sido que un país que tradicionalmente se avergüenza de sus símbolos nacionales, hasta el punto de llamar a su selección nacional de fútbol con un eufemismo miedoso ("la roja"), destinado a no despertar susceptibilidades con otras alusiones más directas, se haya poblado de banderas españolas. Tanto que casi cansa, oiga. Todo está lleno literalmente de banderas de "estepaís": los balcones, las ventanas, las terrazas, los bares, las tiendas... Se ve gente con la camiseta de la selección por la calle, vestidos de rojigualda con la mayor naturalidad del mundo, como el que lleva un polo de Pedro del Hierro (por citar una marca barata y masificada).
Y no me refiero a los niños, que de por sí son inconscientes y sinceros, y no están tocados por la varita de los prejuicios. Qué va, me refiero a los adultos. Que hasta la Srta. Goebbels Pajín, con esa perfecta vocalización conseguida en el XIII curso de dicción del PSOE (se le nota que su formación, al igual que su experiencia laboral, es exclusivamente de partido), después de culpar al PP del uso del burka en nuestras calles, se hincha de orgullo cuando habla de España y de esos nuestros jugadores que elevan la moral de esta nuestra querida España y son un claro ejemplo para todos y todas.
O algo está cambiando, y este país se está sacudiendo ciertas vergüenzas, o se trata de una enajenación mental transitoria. Todavía no lo tengo claro. Si cuando acabe el Mundial todo el mundo agacha las orejas, recoge su bandera y la mete en el cajón, volviendo al anonimato nacional, es que no habrá cambiado nada. Si por el contrario, hay un porcentaje -aunque sea mínimo- de personas que deciden dejar la bandera donde la pusieron, será que de verdad algo está cambiando. De momento, ayer salí con mi cámara y me hinché a hacer fotos. No me negarán que es un espectáculo ver todos los edificios llenos de banderas. Como si viniera Letizia, pero sin Letizia. Lo que el fútbol no consiga...
En esas calles americanas bordeadas de largas filas de casas unifamiliares es frecuente ver banderas de Estados Unidos en los jardines. Banderas grandes, con su mástil y todo, no banderas de juguete como las que aquí han regalado los periódicos. Incluso hay gente, norteamericanos anónimos (pobres enfermos) que izan la bandera por la mañana y la arrían por la noche. Y nadie se lleva las manos a la cabeza. Y a nadie se le ocurre llamar sudista o algo por el estilo a los autores de tan patrióticos comportamientos. En Estados Unidos es normal sentirse orgulloso de ser estadounidense. Aquí durante demasiado tiempo hemos sentido vergüenza ajena de ser españoles. Hemos vivido tan manipulados por las falsedades históricas de la ideología, tan apocados por el qué dirán, tan coaccionados por los que no admiten otra bandera que la suya y tan absorbidos por la mal llamada corrección política -rayana en el absurdo- que era una vergüenza sentirse español. Tanto que era ver por la calle a alguien con una pegatina minúscula de la bandera en el reloj y pensábamos "un facha". O lo que es peor, "uno del PP". Pero algo está cambiando. O algo me gustaría que cambiara.
No sé si ganaremos el Mundial, pero sí les digo una cosa: celebraré mi cumpleaños el próximo día 11 viendo la final en un pub londinense, con la camiseta de España, y brindando con una pinta en una mano, my friend, ganemos o perdamos. Porque aunque Inglaterra ya ha sido eliminada y todo el mundo está muy sensible con el atraco arbitral a Frank Lampard y a todo un país, allí nadie me llamará facha.
En el fondo, ya lo dice la canción: este país es así. Espléndido. A pesar de los energúmenos ideológicos que nos acechan en cada esquina estatutaria. Me consta que Ibarreche, Montilla, Otegui, Usabiaga, Carod Rovira, Puigcercós, y todos estos "demócratas" de pacotilla (de hojalata, diría Pepiño) cuyo concepto de democracia consiste en la exterminación de toda idea que no coincida con la suya, estos prendas que son capaces de promulgar una Ley del idioma de signos catalán (BOE de 28 de junio de 2010), deben estar hasta el cuello de ansiolíticos: la visión de tanta bandera de España debe ser difícilmente digerible para ellos.